Primera parada: el cuaderno del Peyote.
Viaje hacia el todo: la literatura como experiencia psicodélica. Segunda entrega.
Nota del editor: esta columna es en sí misma “una propuesta para acercar, a tu propio recorrido, reflexiones de otros que colaboren con las propias. Hacerte pensar y pasear por las herramientas curativas de los psicodélicos desde metáforas y signos lingüísticos. Pero, además, poesías y ensayos que te sirvan como elementos para integrar al set y a la rutina misma , en tanto ritual de (re)aprendizaje”.
Podés leer la primera entrega acá.
Volverse a encontrar en un estado
de extrema conmoción,
esclarecida por la irrealidad,
con trozos del mundo real
en un rincón de sí mismo”.
Artaud, El pesa-nervios.
¡Viniste!
¿Te trajo la Ausencia, la Curiosidad, la Carretera o el Descuido? Sea lo que sea, “el mundo es una circunstancia que hay que vivir”, así que vamos.
Carlos Riccardo, influenciado por las lecturas y caminos de Artaud, Michaux y Castaneda, se dirigió en 1988 al desierto de San Luis Potosí para realizar ingestas de peyotes, los cuales crecen en el cerro Quemado. En Cuadernos del peyote, el escritor argentino registra sus experiencias en la sierra mexicana Real del Catorce, un antiguo pueblo minero, abandonado luego de las conquistas y recubierto por lo que describe como “una silenciosa presencia vegetal”. Es un lugar sagrado donde los huicholes realizan peregrinaciones, rituales y ofrendas religiosas para reflexionar y conectar con sus ancestros, así como para combatir la debilidad, el reumatismo y el sueño.
Bajo los efectos de la mescalina, el editor se propuso describir las sensaciones físicas y mentales que las diferentes ingestas le fueron produciendo de la mano de profundas reflexiones ligadas a la Lingüística y a la Psicológica. Intuyo que, en una apuesta por la indagación personal y del mundo, Riccardo accede con cuidado a los saberes y a las costumbres ancestrales, pero sin desligarse de los desarrollos teóricos de la época.
En este primer recorrido, te quiero llevar a pasear por algunos de los senderos que, indirectamente, el escritor surca: la sensación de fusión con el todo al salirse del Lenguaje y de sí; la muerte y la resistencia del ego; el posterior renacimiento personal; el redescubrimiento de la luminosidad e inmutabilidad de las cosas; el abandono de la voluntad para darle paso al deseo; el regreso de la experiencia psicodélica. Además, nos acompañarán extractos de películas y escritos, así como de sus reflexiones, a modo de cajas de herramientas para el propio recorrido.
Mochila liviana, piernas firmes, corazón abierto, cuaderno en mano.
Salir del Lenguaje. Ir a la Esencia.
¿Cómo hablar de lo indecible?
-Pizarnik en Carta a Porchia.
Luego de siete ingestas, Carlos intenta describir y reconstruir -desde la escritura- lo que fue experimentando, pero en el camino se topa con el Lenguaje y, en él, muchas de las percepciones quedan truncas. Es que lo que genera la psicodelia, justamente, es la experimentación fuera del orden lineal y lógico del mismo.
“Se trata de lo que está fuera del lenguaje, de lo que está afuera indecible” alerta Oscar del Barco en el prólogo. “Todo eso visto escapa al lenguaje y a la razón, no tiene puntos de contacto con la realidad ni al orden normal de los pensamientos”, expresa el autor. Sin embargo, lo intenta, porque, hermosamente humanos, recurrimos a él para condensar algunos matices al comunicarlos con el resto, aún a sabiendas de lo que se le escapa.
Acompañado de sensaciones físicas de mareo, vómitos y malestar orgánico, se siente suspendido en una semiinconsciencia que describe como un juego de percepciones superpuestas, como un recinto doble que le brinda la posibilidad de entender el otro lado de las cosas sin dejar de estar situado en lo real.
Una realidad que se le presenta extraña e inexplicable; siente, por encima del pensamiento, que la mirada de lo sensible se potencia, brindándole una visión armónica del mundo y de las cosas, en conjunto con una intensificación visual. “La fusión de mi totalidad física y mental con la totalidad física y sensible del mundo”, alude. El peyote le permite ver/sintiendo en su propio cuerpo la materialidad de las cosas: lo vivido y el presente se amalgaman en un solo instante sin tiempo, de manera circular y, de esa manera, observa las cosas en planos intercalados. La ilusoria apariencia de lo real se le descompone: abrasión, flujos en movimiento, coalescencia, visión de mosca. ¿Aleph?
Ese desfasaje, esa simultaneidad, el sentirse movido de lugar y sumergido en un abismo que lo separa del mundo en tanto humano, son sensaciones imposibles de ser expresadas en los compartimentos y en la esquematización con la que funciona el lenguaje. “Ya no tengo ojos tengo abismos; Soy el borde consciente de lo sensible: el todo, ni afuera ni adentro, lo externo en él y lo interno”, “Pierdo la conciencia del mundo y quedo reabsorbido en el no-ser o ligado al todo; la unión del ser en la nada”, son algunos de los pasajes que dan cuenta de la sensación de fusión con el todo (¿o con la nada?) que percibe al salirse del Lenguaje y de sí mismo.
Cortázar aludía, en Las babas del diablo, a esa discontinuidad humana con la que experimentamos el mundo, que solo nos permite comprender o reconstruir por partes, por conceptos, por fotografías, por fragmentos, dándole una fijeza a las cosas que, en realidad, están en constante mutación y movimiento. En cambio, para los heptápodos, protagonistas de la película “Arrival” de Denis Villeneuve, esto sí es accesible y recurrente bajo su forma de vivir y percibir a través de un lenguaje circular y gráfico. (Peliculón que recomiendo para sumergirse, desde la ficción, en los clásicos planteamientos de Saussure sobre el lenguaje)
Entonces, ante la imposibilidad constitutiva de nuestro lenguaje, lo no-manifiesto se revela sólo bajo experiencias psicodélicas. Ahí dónde el lenguaje no alcanza, nacen nuevos signos, nuevas creencias, nuevos valores, nuevas interpretaciones que, al salirse de lo conocido y normativo, abren nuevas posibilidades para representar al mundo. Esa apertura es la misma que lleva a muchas personas a interpretar los acontecimientos en tanto espirituales, religiosos e inefables. En el juego de presencia-ausencia, como considera Agamben, en ese revés, en lo “no-dicho”, en el silencio, se halla la potencialidad para crear sentidos; aquello que falta se simboliza, postula el psicoanálisis.
El peyote, entonces, le permitió a Carlos trastocar la habitual capacidad de percepción y movimiento, así como las relaciones espacio-temporales. Pero, para que ello suceda, para que las vetustas estructuras mentales se arrasen, es preciso, primero, salirse de sí, dejar que la individualidad muera.
No se entra al peyote sin antes haber muerto
“No se entra a otra realidad sin que antes se haya dejado de ser uno.”
La extrañeza que Riccardo describe al observar que las cosas se le revelan por sí mismas (inmutables, sin mediación de conceptos ni palabras mediante) se logra a partir del efecto de “disolución del ego” que genera el peyote. La mescalina altera la actividad de una red cerebral asociada con el pensamiento autorreferencial y la construcción del sentido del yo, permitiendo una sensación de unidad con el entorno. (Te recomiendo Un libro sobre drogas del Gato y la Caja si te interesa seguir hurgando en esto).
Estas experimentaciones llevan a estados primitivos de la consciencia, en donde las fronteras entre el Yo y el mundo no son tan demarcadas como lo son en la sociedad moderna occidental, que Weber bien adjetiviza como secularizadas, desencantadas y desacralizadas. Empero, estas cosmovisiones siguen presentes en la organización social y en las costumbres de los pueblos originarios, quienes continúan en contacto con experiencias psicodélicas a través de ingestas de plantas, cactus y hongos alucinógenos. (En las próximas paradas nos detendremos en esto).
Al liberarse de la defensa que el raciocinio presenta, así como de la alienación que nuestros egos imponen, se conecta con sus facetas más placenteras, instintivas e impulsivas, percibiendo mayor libertad emocional, menor autocrítica y arribando así a la sensación de encontrarse con lo infinito: “un espacio en donde ya no puedo pensarme”.
Riccardo expresa que estas experiencias acceden a la superficie en tanto ausencia; al no contar con el lenguaje, no hay simbolización, no hay etiqueta, no se lo dota de un sentido humano, simplemente se observa y se evade del ensimismamiento corporal. “Me vacío de todo pensamiento por la mirada”. Por eso lo indecible, porque se desvanece la alienación del ego, al mirar la realidad por fuera de sí mismo, sin búsqueda de identificación en lo externo, simplemente mirando las cosas tal como son.
Ese paso, sin embargo, no lo logra sin antes atravesar el dolor y la lucha contra uno mismo, contra las viejas visiones de la propia identidad y de la realidad en general. (Este proceso está descripto hermosamente en primera persona en el “Diario de una psicoanalista psicodélica” de Psicodear).
Para entregarse a los efectos que regala el peyote: face à la mort, dejar morir para dejar nacer y tal como Grasmci postulaba, durante la transición, morbosa, vacía y colindante, hay crisis, hay conflictos, hay Muerte. Es así que, en cada ingesta, se enfrenta al miedo del yo controlador, al temor que provoca el vacío de palabras y de pensamientos, al monólogo interior que se resiste a abandonar la razón. La armadura abstracta del yo quiere resistir a su muerte, a la transformación que el peyote le abre; esa muerte se representa en la única alucinación que Riccardo experimentó bajo una imagen -teatral, tarahumara y occidental- de una máscara maléfica ensangrentada. Es la máscara de las que nos habla Goffman, muriendo porque no hay un Otro en dónde reflejarse o para quién mostrarse, sólo el todo mancomunado.
Me recuerda un poco a la letanía pronunciada por Paul Atreides, en la versión de Dune dirigida por Denis Villeneuve, cuando enfrenta la prueba de la "caja de dolor": <<No conocerás el miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allí por donde haya pasado el miedo ya no habrá nada, sólo estaré yo.>>. Atravesar el dolor, soltar el miedo impuesto por la mente, llegar a destino.
“Es una reversión del ser en el umbral de la muerte. Nada puedo hacer para detener esa disolución, abandonado todo, perdido todo: todo recuperado”.
¿Y qué somos sino una sucesión inextinguible de desfallecimientos y recomienzos que nos permiten volver a elegir una y otra vez?
El abandono a la razón, el abandono a los preconceptos tan desgarradores como el abandono intrauterino. “Deshacer para nacer, deshacer para hacer, deshacer siempre: en el deshacer soy pleno.” Nos dice Carlos en este viaje, al pasar de la enajenación del ser físico a la nada, del vacío asfixiante y horroroso a la liberación, dónde se topa con el deseo de transformación, de ser otro, de recomenzar.
Antes de arribar a la exaltación fascinada, atraviesa una angustia dolorosa e incontrolable, pero “Luego de ese paso atroz soy otro, me transformo extrañamente a todo, en esa comunión, esa desgarradura del nacimiento sustituyo la experiencia dolorosa; ¿Cómo podría existir el dolor en esta comunión con lo real? Un ver más allá de lo que se da, sin por eso dejar de ver la absoluta evidencia de lo que sencillamente se da.”
Los huicholes llaman al peyote híkuri y, como la palabra enteógeno lo describe, alude a la carne de Dios, al origen/nacimiento y al devenir del ser. Volver al inicio entonces, al origen puro y mundano de las cosas, para poder elegir sin la carga racional y normativa, para llegar a la esencia de las cosas y de uno mismo. La suspensión temporal de las estructuras psíquicas permiten un mayor encuentro con el Ello, la revelación del Self frente al Yo. Se genera así un aprendizaje que permite cambiar radicalmente la manera en que describimos y accionamos en el mundo.
Volver a la superficie. El regreso de la experiencia psicodélica.
“La defensa tenaz del yo” a la que se enfrenta para poder entrar al peyote, es la misma que lo trae de vuelta. “Lucho contra la locura, con irme por esos caminos sin regreso, vuelvo a la superficie y me reencuentro conmigo, con tranquila ansiedad observo el mundo que casi pierdo para siempre.”
Admiro la apuesta de Carlos por aferrarse al mundo terrenal después de haber tomado contacto con el infinito. “Espera de algo revelador que no vendrá jamás porque no existe”. Asumir la simpleza para elegirla Carlos, claro que sí. Creo que esa es la revelación que le hace de ancla a la realidad para no entregarse a la locura a la que invita el peyote (la misma que a veces nos genera nuestra propia mente) con la cual lucha en cada viaje.
No hay algo más detrás, la belleza está en lo que somos, en lo que construimos, en los bordes lujuriosos de las cosas. Él escribe: “Quizás la idea antigua del paraíso no sea más que esto: este absoluto desposeer, este desconocimiento de la muerte como término, los cerdos revolcándose en el barro”. En una de sus ingestas relata la percepción del paisaje de napoles y magueyes como vivo y en armonía, aceptando que nada ha cambiado, pero que la propia muerte le ha permitido ver todo distinto, fusionándose con lo que ve. A Riccardo lo conmueve la insistencia por renacer del peyote (en su cuerpo y en la tierra). Ecos de lo externo en lo interno, espejo, una vez más.
La ingesta del peyote lo lleva a jugar con la tierra y a contemplar el cielo, “un torbellino de imágenes con fluencia caleidoscópica: en ese momento solo pertenezco al juego, ese retozo infantil me fascina”, dice al respecto. “Quizás el éxtasis sea sólo esto: una leve sensación de fusión con la luz y el mundo en torno. La propia desaparición en el paisaje”. “Instantánea eternidad en la que me olvido de mí, en la contemplación de lo mínimo, desaparecer en lo abierto”.
Esta posibilidad de luz que se le revela en el color de cada objeto tiene ecos en uno de sus poemas:
“aquí, en acorde atención: lo que es decir la morosa tensión de la tarde –
la luz pronuncia bordes: silencios tendidos entre uno y otro
instantes
aquí en
claroscuro adiós -lo que es sentir el breve dios vacante-
nada se demora
en pensarnos
distantes
faltantes”.
Me resuena al Estado de Gracia que Clarice Lispector describía sabiamente. También a lo que nos dice Bukowski en el corazón que ríe:
“hay una luz en algún lugar
puede que no sea mucha luz pero
vence a la oscuridad
mantente alerta”
Atención, abandono y entrega, nos alerta Riccardo. “La iluminación es esta sorpresa permanente ante lo que es”. Ahí el éxtasis, ahí la expansión. “Es esta certeza sobre la nada. Este gozo de contemplar la creación constante de cada átomo”.
Riccardo comenta que las visualizaciones que da el peyote están estrechamente ligadas a la vida ordinaria y a los recorridos personales y que, de hecho, las alucinaciones y los estados alterados de la conciencia pueden ser estudiados. Sin embargo, se accede a un lugar donde todo lo conocido se trastoca categórica y estructuralmente, lo que permite el conocimiento “visceral” de las cosas (como lo nombra Jacques Masui).
“Pierdo los puntos de referencia de mi conciencia, las nociones que me sujetan, que me hacen sujeto, ¿Todo estaba en mí? ¿yo era todo? Asisto a la creación del es el borde, mundo a través de mi conciencia: el universo está vivo.” El contacto con el Todo externo le permite entender que ese Todo también está y nace de su propia mente. Todo lo podemos crear, cada vez que lo necesitemos, cada vez que lo querramos.
"Miramos el mundo sólo una vez, en la infancia. El resto es memoria", escribió Louise Glouck. El peyote a Carlos, la Liteartura mí, nos permiten volver a mirar el mundo y a reinventarnos cada vez, a salir del cascarón y contar de nuevo la historia.
Te pregunto:
¿Podrán nuestras sienes imitar a la placenta,
al caos creador del origen, al infinito de la mescalina?
¿Podrá el Arte, la Poesía ayudarnos a abrir la ventana
saltar hacia el afuera (vegetal y social)
hacer arde la máscara
y volverla a armar?
PUEDE.
Invoco al Poeta como el Dios, como el Peyote, como la animalidad: para hacernos habitar el intersticio sin miedo ni dolor. “Del pesimismo de la razón al optimismo de la práctica”, nos dice Agustin Romero en El paraíso de los solos.
Para descentrarse, CREAR. Morábito lo sabe:
Escribo en contra
de mis pensamientos
y en contra del ruido
de mis hábitos.
Con cada libro
pago un viaje
que no hice.
En cada página que acabo
cumplo con un acuerdo,
me digo adiós
desde lo más recóndito,
pero sin alcanzar a ir muy lejos.
Escribo para no quedar
en medio de mi carne,
para que no me tiente el centro,
para rodear y resistir,
escribo para hacerme a un lado,
pero sin alcanzar a desprenderme.
Creadores: Ayer Dioses, hoy dinero y mercado. Yo deseo que lo sagrado se te aparezca en la contemplación, en las personas y en la acción, acá, de este lado, el todo también espera.
“Quizás la inconsciencia del animal sí sea el paraíso, porque no hay entre ellos y el mundo un abismo de conciencia”. Pero nosotros tenemos el Arte y ahí el infinito. Seres lingüisticos aprendiendo el ser animal.
“ ¡Una vez que los efectos del peyote concluyan, hacer de esta vida una forma de ser!” Plegaria riccardiana, en el umbral de la no-conciencia y en la apertura al ser.
Como elemento distorsionador ante la dualidad que habitamos: ¡que la poesía te acompañe!
Hasta el siguiente desplazamiento.
Oriana.