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Emociones reprimidas y una definición de Winnicott.
El falso self, como lo definió Donald Winnicott, no es una mentira que construimos conscientemente, sino una máscara que comienza a formarse silenciosamente, como una respuesta maquinal a las demandas del mundo que nos rodea. Es un refugio creado en la infancia, cuando aún somos vulnerables y maleables, una capa protectora que nos ayuda a evitar el dolor de la exclusión, el rechazo, o la amenaza de no ser lo que se espera de nosotros. Pero esa máscara, que inicialmente nos salva, con el tiempo se convierte en una prisión: un espacio estrecho y asfixiante donde aprenden a habitar nuestras emociones reprimidas, nuestros miedos más profundos y, en última instancia, nuestra esencia olvidada.
Lo más doloroso de vivir detrás de esa máscara, sin embargo, es el vacío que crea: Un vacío que no solo está marcado por el miedo a ser rechazadxs, sino también por la dolorosa sensación de no tener un lugar seguro al cual regresar, de no pertenecer a ningún grupo que nos sostenga de manera incondicional. Sin un espacio donde podamos mostrarnos tal como somos, donde nuestras vulnerabilidades no sean motivo de juicio, nos vemos forzadxs a mantener esa fachada, como una forma de supervivencia. El dolor de no tener un grupo de pertenencia se vuelve casi insoportable, como estar atrapadx en una isla desierta, observando el mundo desde una distancia segura pero aislada. Ese dolor, la soledad de no encontrar un refugio genuino, se infiltra en lo más profundo de nuestro ser y se convierte en un ecosistema donde el miedo a ser nosotrxs mismxs se perpetúa.
El falso self no solo oculta lo que somos, sino que nos aleja aún más de la posibilidad de encontrar ese lugar seguro, ese refugio en el que podemos relajarnos y ser simplemente (complejamente) humanxs, sin la presión de cumplir expectativas ajenas. Nos adapta al mundo, sí, pero a costa de nuestra autenticidad. Y, durante años, esa adaptación puede parecernos necesaria, incluso cómoda, hasta que un día comenzamos a sentir el peso de lo que hemos perdido en el proceso: el anhelo de pertenecer, de encontrar un espacio donde la vulnerabilidad sea bienvenida y no una amenaza.
Una casa en mitad del paisaje: refugio y prisión al mismo tiempo.
Tal como lo dijo alguna vez Rachel Cusk y resonó en mí, des-velar capa tras capa de este falso self es un acto de profunda valentía, porque significa enfrentarnos a un espejo que no perdona, que refleja todo aquello que hemos tratado de ignorar. Es un proceso de despojo, de renunciar a la seguridad de lo conocido para entrar en el terreno incierto de nuestra propia verdad. Cada capa que cae nos enfrenta con el dolor de nuestras propias heridas, con los ecos de los momentos en que aprendimos que ser nosotrxs mismxs no era suficiente para ser aceptadxs. Y, en el corazón de ese dolor, hay también una nueva posibilidad: la de crear, de construir un lugar seguro dentro de nosotrxs mismxs.
En este proceso de desmantelar lo falso y re-descubrir nuestra identidad, nos damos cuenta de que, aunque el dolor de no pertenecer nos haya marcado, también ha sembrado en nosotrxs una profunda necesidad de pertenencia auténtica. Pero esa pertenencia no es algo que nos llegue del exterior; comienza dentro de vos, de mí; al permitirnos ser quienes somos sin las máscaras que nos protegen del rechazo. En el desmoronamiento del falso self, no solo hay una liberación del miedo y la mentira, sino también la posibilidad de encontrarnos con la creación de un espacio interno, seguro y cálido, donde podemos comenzar a pertenecer a quienes realmente somos.
Es este acto de pertenencia a nuestra propia verdad lo que finalmente nos abre a los demás, no como aquellxs que buscamos aceptación, sino como seres in-completos capaces de aceptar nuestras propias imperfecciones. Y cuando logramos habitar este espacio interno, un lugar genuino y seguro dentro de nuestro ser, empezamos a atraer también ese tipo de relaciones: las que nos permiten ser vulnerables sin miedo, las que nos aceptan no a pesar de nuestras imperfecciones, sino por ellas. Porque al final, la verdadera pertenencia no depende de encontrar un grupo externo, sino de crear un hogar en el que podamos ser.
De susurros a estructuras: el poder transformador de las microdosis.
Lo que no esperaba era cómo las microdosis se integrarían en este proceso. Al principio, no entendía cómo una cantidad tan infinitesimalmente pequeña de una variedad de hongos psicodélicos presente en muchos lugares de todo el mundo podría transformar algo tan profundo y complejo como mi identidad. Sin embargo, pronto me di cuenta de que las microdosis no sólo modificaban mi percepción externa, sino que provocaban un desmantelamiento interno mucho más profundo. No eran solo atravesamientos en la conciencia, sino cambios en la estructura misma de mi ser.
Las microdosis, al principio, parecían apenas un susurro en mi mente. Pero pronto descubrí que estas pequeñas dosis no eran solo un viaje al interior de mi psique, sino un puente hacia partes de mí misma que había intentado suprimir. A medida que tomaba microdosis, las defensas que normalmente erigía frente a mis emociones comenzaron a desvanecerse, y lo que surgió fue una exposición cruda a mis miedos más profundos. Estos miedos, que solían ser fantasmas evitables, comenzaron a tomar forma y a mostrarme lo que había detrás de la fachada: una niña asustada, una persona vulnerable, una mujer marcada por heridas no sanadas. Al principio fue aterrador, como estar frente a un espejo que me mostraba una versión de mí misma que no estaba dispuesta a ver.
Sin embargo, este proceso de vulnerabilidad no fue meramente una confrontación con el dolor o la debilidad. A medida que las microdosis deshacían las barreras cuidadosamente erigidas por mi mente, me ofrecían un camino hacia una forma más pura de existir, una manera de habitar mi propia vulnerabilidad no como un peso, sino como una puerta abierta. La fragilidad, que durante tanto tiempo había percibido como una grieta, comenzó a revelarse como un manantial; no era una amenaza, sino el flujo constante de una sabiduría interna que había permanecido oculta bajo el miedo.
En la vulnerabilidad no encontré solo sensibilidad, sino un territorio fértil donde las cicatrices podían transformarse en historias y las heridas en cimientos. Era un espacio de desnudez absoluta, donde las máscaras del falso self, esas construcciones que me habían sostenido pero también limitado, se disolvían como niebla al amanecer. Allí, en ese lugar donde lo que era y lo que soy se encontraban, comprendí que la vulnerabilidad no es el fin de nuestra fortaleza, sino su génesis.
Fue en ese terreno, al borde de mi propia fragilidad, donde la autocompasión comenzó a florecer como un acto revolucionario de ternura. Mirarme a mí misma con los mismos ojos que había aprendido a reservar para otros fue un despertar: reconocerme no solo en mis miedos y heridas, sino también en mi valentía por enfrentarlos. Descubrí que no basta con ver nuestra sombra; también debemos aprender a iluminarla con la gentileza de quien se ofrece a sí mismx el permiso de ser imperfectx.
Voces que se des-hacen, seres que re-nacen.
Dentro de este permiso es que cada microdosis se convirtió en un acto de desmoronamiento y renacimiento. En cada sesión, las estructuras rígidas de lo que creía ser se des-hacían, y con ellas caían los juicios que durante años había dirigido hacia mí misma. En ese proceso, aprendí que la autocompasión no es una indulgencia, sino un ancla en el torbellino del autodescubrimiento. Es el acto de sostenerme con la misma delicadeza con la que tomaría las manos de un ser amado que sufre. Es hablarme en un lenguaje suave, perdonar mis errores con comprensión y aceptar mis emociones como olas que vienen y van, necesarias para la marea de la vida.
La autocompasión me enseñó a ser testigo de mi dolor sin condenarlo, a habitar mi fragilidad sin interpretarla como una sentencia. Me mostró que no se trata de encontrar un destino donde todo esté resuelto, sino de aprender a caminar conmigo misma, en cada paso, con aceptación y amor. Comprendí que la verdadera liberación no está en ser perfecta, sino en atreverme a ser plenamente humana: completa, contradictoria, y profundamente viva.
La vulnerabilidad, en este contexto, se convirtió en un acto de resistencia contra la rigidez del falso self. Lo que antes percibía como una debilidad, como una rendición al caos, ahora lo veía como una forma de fuerza. A través de las microdosis, aprendí que la verdadera fortaleza no reside en mantener una imagen de in-vulnerabilidad, sino en la capacidad de ser permeable, de permitir que las emociones circulen libremente y de aceptar los procesos de transformación que la vulnerabilidad demanda. En este proceso de apertura, me di cuenta de que al sanar e integrar las partes rotas de mi ser, me acercaba más a mi verdadera esencia.
El miedo, el dolor y la vulnerabilidad, lejos de ser obstáculos a evitar, se convirtieron en componentes esenciales de mi proceso. Las microdosis, al actuar como un facilitador para acceder a niveles profundos de la psique, me ayudaron a desestructurar las capas del falso self y a enfrentarme con coraje a lo que realmente soy. Pero quizás lo más revelador fue comprender que la vulnerabilidad no es un espacio de fragilidad o debilidad, sino de expansión y libertad. A través de este proceso, entendí que la vulnerabilidad es el espacio donde nos encontramos realmente con nosotrxs mismxs, sin las máscaras, sin las barreras, y donde la posibilidad de integración y crecimiento se vuelve poderosa.
En el crisol de la vulnerabilidad, las microdosis me mostraron que la verdadera fuerza no se encuentra en la in-vulnerabilidad, sino en la capacidad de ser tocadx por el mundo, de ser transformado por él, y de ser honestx en nuestra fragilidad. Ahora, al mirar atrás, veo que el falso self no era una capa que debía ser penetrada, sino una que debía ser entendida, aceptada y, finalmente, integrada para dar paso a una versión más auténtica, más plena y más libre de mí misma.
Cierres que abren.
Al mirar hacia atrás en este proceso, me doy cuenta de que todo lo que creía saber sobre mí misma ha sido iluminado bajo una nueva comprensión.
Las microdosis, como una herramienta de autoconocimiento, han desdibujado las fronteras de mi percepción, deshaciendo lentamente el falso self que había creado para sobrevivir. Ya no me reconozco en las viejas narrativas que me definían. Este proceso, aunque desconcertante, me ha mostrado que la fragilidad no es algo que deba ser evitado, sino algo que debo habitar. Es un viaje hacia mi propia desnudez emocional, donde el miedo y la vulnerabilidad se convierten en aliados.
Al mirar hacia este nuevo espacio dentro de mí, surgen nuevas preguntas. ¿Qué ocurre cuando ya no tengo miedo de ser vista tal cual soy? ¿Puedo integrar lo que he perdido sin sentirme incompleta? ¿Qué significa realmente estar abierta a la transformación sin aferrarme a la idea de control, de destino predefinido? Me doy cuenta de que el proceso no está en buscar respuestas definitivas, sino en aprender a vivir las preguntas, en dejarlas resonar profundamente en mi ser.
Es en esta paradoja donde encuentro mi verdadero desafío: dejarme ser transformada por el proceso, sin intentar apresurarlo ni apresarme a un resultado. Las microdosis han sido solo el comienzo de este despertar, un punto de partida hacia algo mucho más vasto. Si la vulnerabilidad es el terreno en el que debo plantar mis raíces, ¿qué flores crecerán de este suelo?
Lo que viene a continuación no es un cierre, sino una apertura. Lo que sigue es una invitación a continuar este viaje hacia lo desconocido, donde cada paso, por incierto que sea, me acercará más a mi verdad. Y aunque no tengo todas las respuestas, estoy comenzando a comprender que la verdadera fuerza no reside en tener control sobre todo, sino en la capacidad de rendirse a lo que está por venir, en abrirme a lo que no puedo anticipar, y en caminar, por fin, sin miedo de ser vista en mi totalidad.
El siguiente capítulo es solo el inicio de lo que está por venir. Las microdosis me han ofrecido la oportunidad de adentrarme en mi mundo interior, brindándome el valor para cuestionar, expandir mi visión y conectar de manera más profunda, tanto en lo personal como en lo profesional. Esta experiencia me ha llevado a ejercer mi labor desde una perspectiva más ética e integral, reconociendo al ser humano en su totalidad y en sus múltiples dimensiones.
Aunque el camino continúa siendo incierto, cada paso me invita a abrir nuevas puertas hacia lo desconocido, lo desafiante y, a la vez, lo fascinante. Nos aguarda lo inesperado, hay mucho más por ser develado e integrado. Ese es el sendero; tal vez, ese sea el gran viaje.
¿Tuviste experiencias similares que te conectaron con tu esencia más profunda? ¿Te ayudaron a conocerte mejor y a habitarte de manera más auténtica? Estoy aquí, lista para leerte.